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Acompañar a un ser querido en el dolor

Actualizado: 7 may



Ilustración retro-minimalista de madre e hija en un hospital, conectando desde el amor y la resiliencia
Ilustración retro-minimalista de madre e hija en un hospital, conectando desde el amor y la resiliencia

Cuando el cuerpo duele, el alma se repliega.


Del dolor físico: ese que se instala en el cuerpo sin pedir permiso, que dobla al que lo habita y paraliza al que lo presencia.


Estar al lado de mi mamá tras una operación de urgencia me llevó a un lugar donde no hay manuales.


Solamente presencia.


La vi frágil. Su cuerpo, agotado. Su cara, tensa, quebrada por la intensidad del dolor.


Yo lo único que quería era estar fuerte. Pero dentro de mí algo se revolvía: me ardía el estómago, el pecho se apretaba. Quería hacer algo. Lo que fuera. Decir una palabra, ajustar su almohada, llamar a alguien. Cualquier cosa que le diera un poco de alivio.


Pero desafortunadamente no pude. No había nada que hacer.


Y esa es una verdad dura de aceptar: hay momentos en los que no se puede intervenir. Solo estar. Respirar. Acompañar.


He escrito muchas veces sobre el dolor emocional en un intento de entenderlo mejor, así como de la importancia de atreverse a sentirlo. Pero el dolor físico… tiene otra textura. Es concreto, urgente, y sobre todo… ineludible.


Despierta algo profundo en quien lo vive: el impulso de querer estar solo, de no ser tocado, de cerrar la puerta. Ese “déjame sola” que no siempre entendemos desde afuera.


Eso fue lo que sentí con mi mamá ayer. Ella no necesitaba que yo la salvara. No necesitaba explicaciones, ni consuelo. Estaba ahí, sintiendo su dolor, habitándolo con dignidad.


Y entonces vi con claridad un patrón mío, uno que he venido trabajando pero que a veces regresa de forma insidiosa: el impulso de cuidar desde la urgencia. De ocupar un lugar que no me corresponde. De pensar —como lo pensé muchas veces en mi infancia— que si yo no sostenía a mi mamá, algo se iba a caer.


Hoy lo veo distinto. Qué ingenua fui al creer que mi amor se medía en sacrificio.


Su dolor ayer me habló con una voz firme. No desde el drama, sino desde la fuerza.


El poder que aparece cuando estamos completamente dentro de nosotros. Sin distracciones. Sin buscar afuera lo que solo se puede atravesar desde adentro.


Su cuerpo dolido estaba anclado en el presente. Y desde ahí, sin palabras, su energía me decía: Hazte a un lado. Yo puedo sola.


Y comprendí algo profundo: a veces, el verdadero amor no está en hacer. Está en respetar. En saber retirarse con humildad. En estar cerca… sin invadir.


Porque hay dolores que solo se transitan en soledad. Pero también —y esto lo aprendí en esta experiencia—, hay una forma de compañía que no se ve, pero que sostiene. Una presencia que no interrumpe ni busca aliviar, sino que simplemente está. Sin palabras.


¿Por qué, cuando el cuerpo duele, muchas veces no queremos que nos toquen, que nos hablen, que se acerquen?


Porque el dolor físico abre una dimensión existencial que no admite compañía. Una experiencia intransferible. Íntima. Sagrada.


El dolor físico nos devuelve al límite. A ese lugar donde no se puede escapar. No se puede pensar el camino fuera de esto. No se puede delegar. Ese dolor es tuyo. Y tienes que sentirlo.


Y ahí, no hay espacio para nadie más. No por rechazo… sino porque hay experiencias que solo se viven desde adentro. Con el cuerpo. Con la respiración. Con la fuerza que se despierta cuando no hay otra opción que estar presente.


Quizá por eso gritamos, nos irritamos o pedimos silencio. Porque, aunque estemos rodeadas de amor, hay un tramo del camino que se hace sola.


Y sin embargo… tal vez sí podamos estar cerca. Y eso es lo que se pedía de mí ayer. No para intervenir. No para resolver. Solo para estar.


Ayer no salvé a mi mamá. Pero la vi salvarse a sí misma. Y confirmé algo que no quiero olvidar:


Que hay dolores que no se comparten. Pero sí pueden ser acompañados. Que el respeto a los procesos ajenos es una forma de amor profundo. Y que hay una presencia que, sin hacer nada, lo dice todo.


No siempre se trata de hacer algo por el otro…A veces, lo más humano es aprender a estar, sin tocar lo que duele. Y confiar en que quien habita el dolor… también puede habitar su fuerza.



Sobre este texto:


Este escrito surge de una vivencia personal. Encontrarle sentido a lo que vivo es parte de mi forma de estar en el mundo. Escribo para comprender, integrar y dar forma a lo que la vida me muestra. Comparto estas palabras con la intención de abrir una reflexión sobre el dolor físico y el arte de acompañar desde la presencia.


Nota final: Este contenido no sustituye apoyo profesional. Si estás atravesando un momento difícil, buscar ayuda especializada en salud mental puede hacer una gran diferencia.


Adriana Soberon P.

Coach de transiciones, consteladora y facilitadora de procesos de integración cuerpo-emoción.

© Adriana Soberon P. — Todos los derechos reservados.

 
 
 

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