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Cuando el cuerpo recuerda antes que tú

Actualizado: 18 abr

Niñas mostrando una variedad de emociones como alegría, tristeza, enojo y sorpresa, representando la riqueza emocional en la adolescencia.

¿Alguna vez tuviste que viajar no solo hacia un lugar, sino hacia una parte de ti misma que tenías olvidada?


Un trayecto que comienza afuera, con una maleta y un destino…pero que en realidad te lleva directo al centro de algo que aún estaba abierto por dentro.


Me desperté un martes con la sensación habitual de rutina. Nada fuera de lo común. Café, mochilas, pendientes. Todo apuntaba a ser un día como cualquier otro. Hasta que vi tres llamadas perdidas de mi mamá.


Ella estaba de viaje. Cuando devolví la llamada, no fue ella quien contestó, sino una guía del grupo, amorosa y clara. Me la puso en FaceTime.


Y ahí la vi: frágil, asustada. Tan lejos… y tan cerca. Tan vulnerable.


Sentí su miedo como si fuera mío. Como si lo que ella vivía, lo estuviera viviendo yo también. Otra vez esa sensación tan natural en el vínculo madre-hija… pero también tan joven y vulnerable en mí: la fusión. Ella y yo siendo una sola.


La noticia fue clara: apendicitis aguda. Tenía que ser operada de urgencia. Colgué. Y grité. Tres veces. Mi perro, Boss, se asustó. Aunque ya sabe que a veces grito para soltar lo que me desborda y rendirme a lo que siento.


Desde ahí, todo fue impulso. Abrí la computadora, encontré un vuelo a Tokyo en tres horas. Empaqué como pude y salí directo al aeropuerto. No lo pensé. Solo actué. En el mostrador me dijeron que solo podría subir si alguien no se presentaba. Esperé. Y alguien, por alguna razón, no llegó. Yo sí.


Once horas y cuarenta y cinco minutos de vuelo. Lloré. Intenté escribir. Tenía miedo. Miedo a no llegar a tiempo, a no entender, a no saber qué iba a encontrar.


Dormí una noche en Tokyo. Mi mamá había salido bien de la operación. Al día siguiente tomé un tren hacia un hospital público en un pueblo a dos horas de la ciudad. Cuando por fin la vi, no lo podía creer: 15 horas antes estaba en mi casa… ahora estaba con ella.

Presente. Respirábamos juntas.


Hasta ahí todo parecía claro. Pero algo en mí empezó a moverse.


Hace 15 años, también cuidé a mi papá en otro país. Y esa historia no terminó bien. Regresamos a México… y poco después él murió. Creí que ese capítulo estaba cerrado.

Pero este viaje activó memorias. Reacciones físicas y emocionales que no venían del presente, sino de ese entonces. Mi cuerpo reaccionaba como si estuviera reviviendo la misma historia. La misma amenaza. La misma angustia.


Entonces lo entendí: no estaba sufriendo por lo que pasaba ahora… sino desde lo que ya había vivido.


Me hablé. Me hice una pausa. Reconocí que mi sistema nervioso estaba en alerta máxima. Esa parte mía que espera lo peor, que teme que algo salga mal, estaba completamente encendida. Y me recordé: esto no es lo mismo. No es el mismo momento. No soy la misma. Hoy tengo más recursos, más presencia. Y mi mamá… está bien.


Fue ahí cuando comprendí: el Universo no repite escenarios para castigarnos. A veces los recrea para mostrarnos lo que aún no hemos terminado de ver.


Volví a mirar a esa parte mía de hace 15 años. La que cuidó a su papá sin saber mucho, pero entregándose con todo lo que tenía. Esta vez no solo la recordé: la sentí. La acompañé. Cerré algo que había quedado abierto. Y pude verla con respeto y ternura.


Durante años pensé que debí haber hecho más. Hoy me veo con otros ojos: Honro mi inocencia. Mi impulso de amar. Mi manera de cuidar.


Este viaje no solo me llevó a Japón. Me llevó hacia esa parte de mí que había quedado congelada. Esa joven que actuaba rápido, que resolvía, que se entregaba sin medida. Había en ella algo muy sabio, muy amoroso. Quizás solo necesitaba ser mirada… e integrada.


Y aquí sigo. Mi mamá está a punto de ser dada de alta. Ya se le ve la luz en los ojos, su fuerza regresando. Solo puedo decir: Gracias por quedarte, mamá. Gracias por seguir aquí. Gracias por darme, sin saberlo, la oportunidad de cuidar también a esa parte mía que no se sintió cuidada hasta ahora.


Hoy, esa parte joven mia volvió. Pero esta vez, la traje al presente. La sostuve desde quien soy hoy. Y ahí entendí algo esencial: Tenía que volver por ella. Tenía que decirle: "Lo hiciste lo mejor que pudiste. Estoy orgullosa de ti. Ya no estás sola. Yo estoy aquí."

Y abrazarla. Integrarla.


Porque ella también soy yo. Y merezco vivir esta historia —la de hoy— con más presencia. Con más calma. Con más confianza.


Porque vivir algo similar no significa que estamos repitiendo el pasado. La diferencia no está afuera. Está en cómo nos plantamos ante lo que ocurre.


Esta vez no fui solo la hija movida por el impulso, sino también la mujer que ha cultivado presencia. La que puede ver la ola venir… y mantenerse en pie. La que aprendió que sentir no es lo mismo que desbordarse, y que cuidar no es sinónimo de olvidarse de sí.


Y eso —eso—es lo que transforma un déjà vu… en evolución.


Porque a veces, para poder avanzar… hay que volver por quien fuimos.Y solo así, ese viaje que comenzó como una emergencia…se convierte en un retorno. En un reencuentro con uno mismo.


El viaje más importante de todos.


Adriana Soberon P. © Copyright. Todos los Derechos Reservados.

 
 
 

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